Gómez de la Serna, Ramón. Madrid, 3.VII.1888 – Buenos Aires (Argentina), 12.I.1963.
Escritor.
Hijo de Josefa Puig Coronado y
del político liberal del entorno de Canalejas, Javier Gómez de la Serna, Ramón
nació en Madrid, la calle de las Rejas, n.º 5, pero experimentó a lo largo de
su infancia varias mudanzas de casas y colegios que, según declara en Automoribundia, le agudizaron desde niño el impulso de
percatarse de los distintos “itinerarios” madrileños para dar fe de ellos en
muchos textos, síntesis de todos ellos, Elucidario
de Madrid. La mudanza a un
tercer piso con balcones (Corredera Baja) estimuló su incipiente curiosidad de
“observador” de la calle y, al mismo tiempo, su ansia perenne de
“circunferenciarse” en una “habitación” íntima, con la ciudad “alrededor”. El
traslado de su padre, como registrador de la propiedad, a Frechilla (Palencia),
significó el paso de Ramón del colegio del Niño Jesús al de San Isidro y, al
recibir el padre el acta de diputado de Félix García de la Barga, la familia
volvió a Madrid, instalándose sucesivamente en las calles de Fuencarral y de
Puebla, pasando Ramón y sus hermanos a estudiar en el colegio de los padres
escolapios y, enseguida, en el instituto Cardenal Cisneros. En su habitación de
la calle Puebla, instaló su primer despacho, rodeado con cosas del Rastro. Morbideces (1908) fue el libro que, contradiciendo su
título, de resonancia conscientemente decadentista en alusión a los gozos
artificiales, daba fe de un estimulante sentido vital acorde con la nueva
sensibilidad: el goce natural que producía vivir en un espacio íntimo, creado
por uno mismo en placentera “afinidad de morbideces” con los objetos elegidos.
De sus recuerdos de infancia quedará también, al observar en la cocina las
crispadas patas de las gallinas muertas, el obsesivo deseo de descubrir, sobre
el telón de la muerte, la “señal de vivir”. Su incipiente afición literaria se
materializó en 1902 en El
Postal, periódico casero
de gelatina, y en 1905 en Entrando
en fuego, “obrita
balbuciente”. Enseguida y hasta 1908 colaboró en el periódico republicano La Región Extremeña con artículos de matiz anarquista, de denuncia
de las “convenciones artificiales” en torno a la patria, el clero, la
universidad, el parlamento o a la guardia civil. Era empedernido lector de
Ibsen y de Nietzsche. A partir de la publicación, gracias a Javier, de la
revista Prometeo (1908-1912), Ramón se volcó en el “delirio” de
una escritura innovadora. Los lejanos textos “Mis siete palabras” y “El
concepto de la nueva literatura” son esenciales para llegar a las raíces de la
literatura ramoniana y comprender en profundidad su desarrollo posterior: estar
siempre presto a “deshacer” los tópicos —palabras inertes—, ser siempre un
“Robinson Crusoe” y prestar atención a su “mamiferismo”: “La literatura es un
estado de cuerpo”. En 1909 inició su relación sentimental con la progresista Carmen
de Burgos y también su amistad devota con Silverio Lanza, con Bagaría, etc., fue secretario del Ateneo de
Madrid y, como director de Prometeo, abrió la revista a traducciones de la literatura
finisecular francesa y también a Wilde o D’Annunzio, a reseñas y textos
contemporáneos, hallándose en el sumario nombres como Juan Ramón Jiménez,
Eugenio Noel, Cansinos-Assens, Silverio
Lanza, Colombine, Alejandro
Sawa, etc. Publicó el “Manifiesto Futurista” de Marinetti (1909) y, en varios
números consecutivos, obras propias fundamentales bajo el wagneriano seudónimo
de Tristán. Así, el “Prólogo” a El libro mudo (1910) y Tapices, donde aparecen también sus primeras Greguerías modalidad de escritura abreviada, que Ramón
definía como “metáfora más humor” (1911). Colaboró estrechamente con Ricardo
Baeza, traductor, y con Julio Antonio, autor de espléndidas cubiertas de sus
escritos. Despertó en Ramón la afinidad con las artes plásticas, escribió sobre
Benlliure, Chicharro, etc. Marcado ya por el “escepticismo” político, se
encaminó hacia una escritura de exacerbado personalismo monologal, primeros
pasos en la futura permanente “autoinspección”: Morbideces y El
libro mudo.
En su estancia parisina de 1909 a
1911 (recompensa ofrecida por Javier por su licenciatura en Derecho en la
Universidad de Oviedo) entró en contacto directo con “lo nuevo” en el arte que
ponderaba en artículos enviados a Prometeo y cuya culminación fue la presentación de la
exposición cubista Los
íntegros (1915), momento
que marcó el paso de Ramón de una literatura inspirada por el modernismo, a la
vanguardia, siempre dentro de un sello muy personal fuera de cualquier escuela.
Desarrolló una intensa actividad periodística y recogió en tiradas aparte
textos recogidos de Prometeo,
El libro mudo, Tapices y,
bajo el título de Ex-Votos, sus obras de teatro que, en parte, en el primer
tomo de Obras Completas de 1956 incluyó bajo la denominación de Teatro muerto, sin olvidar que la había empleado también para
su menos logrado teatro de vanguardia, Los
medio seres (1929) y Escaleras (1935), recogidas en las Obras Selectas de 1947. En 1913 inició, a través de los
prólogos a Ruskin, Gourmont, Nerval, Wilde, Villiers, Lautréamont, Baudelaire o
D’Annunzio, su escritura biográfica en fusión íntima con los biografiados. En
1915 descubrió su refugio ante el “travestismo social”: el viejo café Pombo
convertido en tribuna del ramonismo.
Lanzó proclamas en pro de una
literatura libre, cotidiana, afirmó en Pombo y en La
Sagrada Cripta de Pombo su
estética sin estética preconcebida: “nuestra estética es pombiana”. Declaró
que, a través del “creacionismo” presente en sus primeras obras y greguerías,
se consideraba precursor del “ultraísmo”. Fue también época de viajes a
Portugal, que tanto amaba. Algo no señalado por la crítica, pero muy
significativo en cuanto a la visión coherente sobre lo que a la libertad y el
coraje de opinar atañe, fue los artículos contundentemente contrarios a la
guerra y en pro de los aliados, publicados durante la Primera Guerra Mundial en La Tribuna; asimismo, en un artículo de 1915 en Gil Blas, defendía a Gorki “magnificente y acendrado
sedicioso” ante “elementos de la derecha que le presentaron como a un
germanófilo de vocación”. Era amigo de Rivera y de Solana, inició relaciones
amistosas con los editores Ruiz Contreras y Ruiz Castillo y sus relaciones con
Ortega eran inmejorables. Pombo se internacionalizó, abrió sus puertas a
Picasso, a los Delaunay, Rivera, Larbaud, etc., llegando a ser también punto de
encuentro obligatorio para los escritores de la vanguardia hispanoamericana de
paso por Madrid. Le elogiaron Borges, Güiraldes, Girondo, Reyes, Macedonio
Fernández, etc.; colaboró en revistas americanas, entre ellas, Martín Fierro, Síntesis, Proa; publicó sus primeros libros absolutamente
ramonianos, “inclasificables”, “deshechos”, en los cuales “el libro se salva
del libro”: El Rastro,
Senos, Greguerías, Muestrario, El libro nuevo, Caprichos, Disparates. Superó su inicial aversión hacia las novelas e
inició el largo camino de las “novelas grandes”: La viuda blanca y negra, El doctor inverosímil,
El incongruente, primera
de sus novelas de la nebulosa (seguirán, años más tarde, ¡Rebeca! y El hombre perdido), La Quinta de Palmyra, El
torero Caracho, etc. En
“Novelismo” (Ismos, 1931) justificó su sorprendente apego a la
novela, por ser ésta una vía importante en la conquista de un espacio literario
renovado. Su credo novelístico —sorprender la realidad múltiple y fugaz— se
concretizó en El novelista.
A partir de finales de los años
veinte publicó también varios tomos de compilaciones de novelas cortas
recogidas en su mayoría de la Revista
de Occidente y de
colecciones de novelas, como la Novela
de hoy. Debido a su
lenguaje cada vez más personal y expresivo, Larbaud se preguntaba en 1920, en
un número de la Nouvelle
Revue Française, si a
Ramón no se le debía considerar también poeta. En 1922, en paralelo con las
primeras traducciones al francés realizadas por Larbaud (Échantillons), Ramón, el “Apollinaire español”, disfrutó, tras
el reconocimiento unánime de los grandes escritores de América, también de una
gloria parisina. Mathilde Pomès le defendió en la revista La vie des peuples contra los tópicos negativos tejidos en España
en torno a su obra. Resaltó la modernidad universal de profundas raíces
españolas de este “jefe de la joven literatura española”, el empleo de la
lengua como piedra preciosa “susceptible de recibir nuevos brillos”, su
autenticidad: Ramón “es sólo Ramón”, ha enriquecido la literatura española con
la “introspección” y la renovación de las sensaciones “a través de la
transposición”. Ante la calificación de “loco”, afirmó que Ramón “es un sabio”
que, como los niños, extiende simultáneamente hacia los objetos “la vista, las
manos, la boca”, dejando entrever detrás de la apariencia visual, una realidad
“cúbica”. En 1924, Cassou, también en la Nouvelle
Revue Française, le
hermanaba con Giraudoux y Jacob y afirmaba que su literatura desbordante de
vida agradaba tanto a esnobs como a independientes y constituía uno de esos
saltos dados a lo largo de los siglos por la literatura española. Ramón expresó
su peculiaridad innovadora a través del libro orgullosamente titulado Ramonismo (1923), cuyos breves textos (disparates,
greguerías, caprichos, etc.) iban acompañados por sus “dibujos de escritor”. En
1925 la revista Martín
Fierro de Buenos Aires le
dedicó un número homenaje, con firmas de Borges, Hidalgo, Güiraldes, Girondo y
Macedonio Fernández. Prologó Il
y a de Apollinaire,
colaboró en revistas de renombre internacional, como Le disque vert o Le
navire d’argent, y
aparecieron críticas sobre sus obras en Le
Crapouillot, Intentions, Les cahiers d’Aujourd’hui. Era miembro de la Academia del Humor de París
y, al lado de Joyce, Mac Orlan, Ehrenburg, asesor de la revista 900. Fue
conformando su perspectiva en torno a la ciudad moderna en la serie de
artículos sobre París, remitidos a lo largo de 1928 a El Sol (ed.
de N. Dennis, 1986). Con motivo de la aparición de Le cirque, el Circo de Invierno de París le ofreció una
función de gala a raíz de la cual Corpus
Barga afirmó en la Revista de Occidente (n.º 56, 1928) que Ramón es “hoy el escritor
español” de más “prestigio” en el mundo que “repite una vez más el caso del
escritor salvado por los extraños contra los propios”. Pero la alegría de estos
años se apagó tras el fracaso teatral de Los
medio seres (1929) y el
penoso idilio con la hija de Colombine. Huyó a París, donde, a pesar de lograr reunir
una tertulia en el café La
Consigne, se sintió
“perdido”, ya que, acabada “la época de las grandes solidaridades”, la
trepidante ciudad moderna que había conocido se había convertido en
“tentacular”, con mentalidad burguesa de ricos despreciativos. Rechazó la
oferta de Paulhan de escribir sus impresiones sobre París en la Nouvelle Revue Française. En el frío invernal de su modesta habitación de
hotel inició La Nardo y en 1931 publicó Ismos, síntesis
final de las vanguardias, defendidas por él en una encuesta de la Gaceta Literaria, en la cual afirmaba que “vanguardia” es una
“palabra integérrima”, para siempre válida. La Unión Radio instaló en su
despacho un micrófono dando voz así al “radiorramonismo”; el contraste entre
esta vía de comunicación directa y su asentamiento en el rincón de su intimidad
le inspiró el ensayo La
torre de marfil, esencia
conceptual del ramonismo sobre el debido intercambio entre el recogimiento del
yo y la realidad circundante. Su firma estaba presente en Revista de Occidente, Gaceta Literaria, Sur,
Cruz y Raya. Sus artículos en
la prensa española iban ilustrados por Almada o Bagaría. Se entusiasmó con la
República en artículos de Luz,
Crisol, etc. En un
artículo de 1931 en El
Adelanto de Salamanca
afirmó que “el humorismo es un instrumento de lucha social que evita, tras el
oscuro marasmo de la España de antes, lo peor de la República que es la
florecencia de burguesías engoladas, caracterizadas por una estrecha moral,
bajo el amparo de las nuevas leyes”. Tampoco se puede eludir el texto
“Aventuras de un sin sombrerista”, en el cual Ramón, fiel a sí mismo, demostró
una vez más su nada vengativa rebeldía ante el conservadurismo de siempre.
Esperó algún gesto de reconocimiento, pero lo único que consiguió fue ser
nombrado desde 1932 representante oficial en las ferias del libro de Buenos
Aires, ciudad que significaba ya desde la gira de conferencias de 1931
organizada por los Amigos del Arte, el encuentro definitivo con la escritora
argentina Luisa Sofovich, separada y madre de un hijo. De vuelta a Madrid junto
a ella padeció, como antaño en su relación con Colombine, la hostilidad social intransigente ante el
desprecio de las normas convencionales. Además de los chismorreos y,
seguramente otra vez, la “mirada torva de los porteros”, padeció también la
saña de la prensa más conservadora, entre ella, la revista Razón y Fe. Publicó biografías, destacando la de Goya por la
identificación evidente de su espíritu con el del rebelde pintor. En el Almanaque literario de Cruz
y Raya de 1934
(reproducido en Automoribundia) reprochaba a la República haber recompensado a
burgueses “orondos”, indiferentes y sin mérito alguno. El último grito del ramonismo en plenitud sería la novela Policéfalo y Señora (1932). Con el abandono, en 1934 de su más
famosa casa, el “torreón”, de la calle Velázquez, marcada más que nunca por sus
obsesivos estamparios- fotomontajes dedicados a mantener la “intensidad de la
presión metafórica” y su mudanza a la calle Villanueva, se cerró la época
madrileña de Ramón.
Literariamente hablando, 1935 se
salvó con Los muertos, las
muertas y otras fantasmagorías. Como
observación final a la época descrita conviene señalar que Ramón, fiel a su
independencia y libertad de criterios, se desprendió desde el primer momento de
cualquier atadura social. En El
libro mudo había declarado
haberse muerto “civilmente” y mantuvo para siempre esta automarginación ante
todo lo que no fuera el mundo de la creación artística. Declaró ser sólo
“literato” y renunció desde el primer momento al ejercicio de la abogacía,
rechazando después tanto el puesto de secretario particular ofrecido por
Canalejas como heredar el acta de diputado del padre; al recibir del ministro
Indalecio Prieto un destino de oficial técnico en la Fiscalía del Tribunal
Supremo, en lugar de seguir (teóricamente) como auxiliar pidió la excedencia,
que le fue denegada: cesante hasta 1931 consiguió la excedencia definitiva en
1933. En textos posteriores confesó que sólo anhelaba encontrar la “voz del
silencio” y gozar del “espectáculo de la vida” ya que la vida “es todo, menos
lección de cátedra”.
Asustado por la brutalidad de la
guerra abandonó, en agosto de 1936, España rumbo a Buenos Aires, donde, hasta
1944, subsistiría gracias a la ayuda económica de Oliverio Girondo. Siguió con
sus conferencias- espectáculos, algunas de ellas convertidas más tarde en
biografías: “Quevedo” o “Poe”. Publicó greguerías, ensayos, recopiló novelas
cortas y escribió para sustentarse solapas, autodenominándose “solapista”.
Publicó, entre otros, Doña
Juana la Loca (Seis Novelas Superhistóricas)
y la “nebulítica” ¡Rebeca! Con Retratos
Contemporáneos volvió a su
pasión juvenil por la biografía. El envío regular a partir de 1944 de artículos
y greguerías al periódico Arriba, gracias a Ignacio Ramos, jefe de prensa en la
embajada de España y amigo solidario, significó un cierto desahogo económico,
pero al mismo tiempo también el abismarse en el desprestigio ante el exilio
español. Su soledad se acrecentó. En Automoribundia hablaba de sus paseos de “vagabundo” y afirmaba
sentirse envuelto por “miedos y supuestos imaginarios” a los cuales se añadía
la consciencia de su desgaste físico. En Explicación
de Buenos Aires confesaba
no ver a nadie “y sólo siento a mi alrededor una gran ciudad como Madrid y oigo
que se habla español, y la memoria sensitiva puede tener alcances
extraordinarios”.
Se encerró en el círculo de la
habitación hasta que paulatinamente desapareció el intercambio vital entre la
“torre de marfil” y la calle que caracterizaba su escritura. Su literatura se
nutría cada vez más de la “autoinspección” y del “infernismo” de los sueños.
Los protagonistas de las novelas El
hombre perdido (con su
turbador “Prólogo a las novelas de la nebulosa”, 1947) y de El hombre de alambre (sin fecha), padecen procesos obsesivos y
alucinatorios de regresión a un mundo de fantasmas personales.
Las herméticas metáforas de
intensa poesía, surgidas desde lo más profundo de los recuerdos y de las
nostalgias del hombre
perdido, cargado de
desolación, le hicieron afirmar a Macedonio Fernández que esta novela, “una
greguería desecha en llanto”, podría ser la mejor obra de Ramón Gómez de la
Serna. “Soy un humorista macabrero”, dirá en Automoribundia, declarando, al mismo tiempo y a pesar de
reivindicarse como precursor, que su obra “es inexistente”. Pero el apogeo de
su aislamiento y desprestigio político llegó con motivo de su viaje a España de
abril a junio de 1949, invitado por Pedro Rocamora, presidente del Ateneo y
director general de Propaganda, que le organizó, además de varias conferencias
literarias, una visita a Franco en El Pardo, a la cual Ramón acudió con un
traje alquilado en el Rastro. Se pensó en la vuelta definitiva del escritor a
su querida ciudad de Madrid. Pero Ramón abandonó la idea, no sólo debido al
apego de Luisita a Buenos Aires, sino también debido a razones secretas, de
índole política, que habrá que investigar en el futuro en todos sus pormenores.
La clave está en lo expresado por Gómez de la Serna ante Francisco Vega Díaz,
antiguo pombiano: “Yo le digo, Vega, lo que Ortega en cierta memorable ocasión:
‘no es esto... no es esto’” (Cuadernos
Hispanoamericanos, n.º
427, 1986: 101-104). Por otra parte, y como reacción inmediata a la visita, un
artículo anónimo del 22 de julio de 1949, de España Libre de Nueva York califica a Ramón de “gregario de
las greguerías” envuelto por el “desprecio general”. A su vez, Ignacio Ramos
consideró que la visita y ciertos elogios a Perón, le acarrearon la despedida
de la colaboración de El
mundo y de La Nación y el cierre de la puerta de varias editoriales a
su obra.
Llegados a este punto conviene
tocar el tema de las inesperadas pusilanimidades claudicantes demostradas por
Ramón en ciertos momentos, todos ellos con punto de partida en la autodefensa
egotista del escribir, sólo escribir, al margen de compromisos cívicos,
políticos, sociales. En Automoribundia, en contestación a la “calumnia” sobre su
excesiva fecundidad, el escritor afirmaba su credo: la creación literaria es
“escribir sin parar”, “seguido y al azar”, “aprovechando los seres que nos
saludan en el camino o las cosas”. Pero, y aquí está la contradicción, Ramón,
el “muerto civilmente”, ansiaba, sin embargo, que su obra fuese reconocida en
la plenitud de su originalidad innovadora. Herido en sus años juveniles por la
reacción de varios literatos que, según relató Cansinos (La novela de un literato), ante las hojas de El libro mudo remitidas desde París a Prometeo, le tachaban de “loco”, afectado más tarde por la
etiqueta malévola de “circense” o simplemente por un silencio que consideraba
injusto, piensa, torpemente, tomarse por su cuenta las riendas de publicitar su
obra. Significativas en este sentido son las cartas de los años veinte
dirigidas a sus editores franceses y recogidas por Olga Elwes en su tesis
doctoral (Ramón y Francia:
influencias y recepción, Universidad
Complutense, 2005). Se detecta en ellas un pragmatismo algo llorón,
sorprendente para el espíritu libre ramoniano. Pero lo más terrible ocurrió
cuando, en Buenos Aires, nostálgico de Madrid hasta la desesperación, aislado
de todos e incapaz de comprometerse con algo que no fuera estrictamente su
literatura, perdió el sentido de la realidad. En cartas (nunca en libros)
enviadas en la década de los cuarenta a representantes del poder franquista,
entre ellos a Giménez Caballero, Ramón expresó su más profundo respeto a la
España del “Generalísimo” (El
Canto de la Tripulación, Madrid,
junio de 1993: 79-80). De hecho, no hacía más que mendigar el reconocimiento y
la publicación de sus obras en España. En este mismo sentido se deben
interpretar los prólogos a las Obras
Completas de 1956-1957 y a
nuevas ediciones de Pombo, en los cuales lisonjeaba a la censura española
con sorprendentes palabras de apego al orden y, explicando, en este mismo
sentido, el porqué de su decisión de eliminar páginas, otrora queridas,
procedentes de sus escritos en libertad.
Cartas a mí mismo (1957) dan fe de su desamparo y neurosis ante los
posibles reproches políticos. Varias notas manuscritas, reunidas en el Archivo
de la Universidad de Pittsburgh, reflejan al desnudo su desolación y pérdida de
rumbo entre las “zancadillas” (sin especificar) observadas en su viaje a Madrid
y el aislamiento de Buenos Aires. Testigo de su desgracia, en un encuentro de
1958 en Buenos Aires, Josep Pla, que no era precisamente amigo, impresionado
por su aspecto y por sus palabras, acababa su artículo sobre Ramón publicado en Destino (15
de febrero) diciendo: “Me fui con un estado de ánimo lóbrego y de una pesadumbre
vastísima”. Entre muchas otras cosas dramáticas, Ramón le había confesado que
“la venta nula de los libros es impresionante”, diciendo además: “Yo vivo en la
nada, en la pura nada”. La publicación de la Antología de su obra de 1955 no le hizo superar su
infelicidad; tampoco, la serie de greguerías contratadas con ABC y
tampoco la carta del 19 de abril de 1957 de Camilo José Cela en la cual le
ofrecía una colaboración sostenida en Papeles
de Son Armadans, así como
el apoyo para su ingreso en la Academia, y ni siquiera la carta del 20 de mayo
de 1960 de Joaquín Calvo Sotelo informándole sobre la incorporación en el
próximo Diccionario de la
Academia del “nuevo
significado” de la greguería a él debido. En Piso bajo, su última novela subtitulada “novela madrileña”,
el anciano protagonista, doble de Ramón, reflexiona serena y melancólicamente
sobre la vanidad y la muerte. Una foto de las postrimerías de Ramón, realizada
por Ignacio Ramos y que ahora es portada del estuche de Los escritos de la desolación (Obras
Completas, t. XIV, 2003),
revela su patético derrumbe. A partir de 1962 se le agravaron la
arteriosclerosis y la diabetes, desembocando en una gangrena. En los vaivenes
entre hospital y casa recibió las noticias de una pensión vitalicia por parte
del Gobierno argentino y la del tan anhelado Premio Madrid otorgado por la
Fundación March. El 12 de enero de 1963 a las once de la noche Ramón Gómez de
la Serna murió y el 22 de enero embarcaron su cadáver en el avión para su
entierro en Madrid.
La obra de Ramón Gómez de la
Serna, considerada por grandes autores de la literatura hispanoamericana como
cúspide de la lengua española del siglo XX y propuesto el escritor español para
el Premio Nobel en 1957 por Pablo Neruda, se abrió, sin embargo, difícilmente
paso en España. Octavio Paz decía en 1967: “¿Cómo olvidarlo y cómo perdonar a
los españoles e hispanoamericanos esa obtusa indiferencia ante su obra?”.
En 1983, con motivo del homenaje
que se le rindió en el Centro Georges Pompidou, se reavivó la antigua gloria
parisina de Ramón. En los debates participaron, al lado de los españoles
Antonio Saura, Juan Manuel Bonet, José Carlos Mainer, Rafael Conte e Ioana
Zlotescu, escritores franceses, entusiasmados con su obra, como Jean Cassou
(desde casa con un texto, porque estaba enfermo), Florence Delay y Pierre
Lartigue. André Würmser, uno de sus antiguos traductores, llegó a publicar en L’Humanité (21 de noviembre) el entusiasta artículo “La
réssurrection de Ramón. Beaubourg fête Ramón Gómez de la Serna (1888-1963)”.
Quizás, además de enquistados y
precipitados juicios políticos y de las rígidas “etiquetas” antes mencionadas y
que perduran en el tiempo, hayan contribuido a este desconocimiento de la obra
ramoniana por parte del gran público también las greguerías. Las greguerías han
sido una presencia de doble filo en su obra. Cimiento de la visión insólita de
la realidad de Ramón Gómez de la Serna y con frecuencia espléndidas
concentraciones poéticas (aspectos debatidos en excelentes ensayos), acaban,
sin embargo, convirtiéndose en los últimos años de su vida en cansinos textos.
Debido a angustiosos apuros económicos, Ramón suplicaba la publicación de
greguerías donde las aceptaran. Así, su excesiva reiteración a lo largo de los
años y el conformismo sin aliento de varios divulgadores de su obra sólo a
través de greguerías sueltas derivaron en su banalización. Las greguerías,
estimulantes o indiferentes, “refritos” o nuevas, demasiadas en cualquier caso,
cubrieron la obra ramoniana como una losa, etiqueta perpetua y excluyente de
todos sus demás grandes logros.
El último tomo del espacio
literario del “ramonismo” y, asimismo, último tomo de sus Obras Completas, el dedicado a las greguerías y ordenado por Pura
Fernández, se propone ser un auténtico “total de greguerías”, aligerándolo de
las que se repiten una y otra vez en la obra ramoniana. Quizá sea una manera de
devolverles la frescura para que así resalte, una vez más, la increíble
capacidad de Ramón Gómez de la Serna en encontrar insólitas correspondencias de
todo con todo.
Obras de ~: Morbideces, Madrid, Imprenta El Trabajo, 1908; El concepto de la nueva literatura. Profesión de
fe y de escepticismo, Madrid,
Imprenta Aurora, 1909; El
libro mudo (Secretos), Madrid,
Imprenta Aurora, 1911 (pról. de I. Zlotescu, Madrid, Fondo de Cultura
Económica, 1987); Tapices, Madrid, Imprenta Aurora, 1912; Ex-Votos, Madrid, Imprenta Aurora, 1912; El doctor inverosímil, Madrid, La Novela de Bolsillo, 1914; El Rastro, Valencia, Sociedad Editorial Prometeo, 1914; Senos, Madrid,
Imprenta Latina, 1917 (intr. de J. C. Mainer, Madrid, Biblioteca Nueva [2005]); Greguerías, Valencia, Sociedad Editorial Prometeo, 1918; Pombo, Madrid,
Imprenta Mesón de Paños, 1918; Muestrario, Madrid, Biblioteca Nueva, 1918; El libro nuevo, Madrid, Mesón de Paños, 1920; Disparates, Madrid, Calpe, 1921; La viuda blanca y negra, Madrid, Biblioteca Nueva, 1921; El incongruente, Madrid, Calpe, 1922; El chalet de las rosas, Valencia, Editorial Sempere, 1922; Ramonismo, Madrid, Calpe, 1923; El alba y otras cosas, Madrid, Saturnino Calleja, 1923; El novelista, Madrid, Saturnino Calleja, 1923; Cinelandia, Valencia, Editorial Sempere, 1923; La Quinta de Palmyra, Madrid, Biblioteca Nueva, 1923 (Una sinfonía portuguesa ramoniana: La Quinta de
Palmyra, est. crít. de C.
Richmond, Madrid, Espasa Calpe, 1982); La
Sagrada Cripta de Pombo, Madrid,
Imprenta G. Hernández y Galo Sáez, 1924; Caprichos, Madrid, La Lectura, 1925; Gollerías, Valencia-Segovia, Editorial Sempere, 1926; El torero Caracho, París-Madrid-Lisboa, Agencia Mundial de
Librería, 1926; Seis falsas
novelas, París-Madrid-Lisboa,
Agencia Mundial de Librería, 1927 (pról. de I. Zlotescu, Madrid, Mondadori,
1989); El caballero del
hongo gris (Folletín moderno), París-
Madrid-Lisboa, Agencia Mundial de Librería, 1928; Goya, Madrid,
La Nave, 1928; Efigies, Madrid, Ediciones Oriente, 1929; La Nardo, Madrid, Ediciones Ulises, 1930; Azorín, Madrid,
Ediciones La Nave, 1930; Ismos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1931; “Las cosas y el
ello”, en Revista de
Occidente, n.º CXXXIV
(1934); Los muertos, las
muertas y otras fantasmagorías, Madrid,
Ediciones del Árbol, 1935; El
cólera azul (compilación
de novelas cortas 1927-1937), Buenos Aires, Ediciones del Sur, 1937; ¡Rebeca! Novela inédita, Santiago de Chile, Editorial Ercilla, 1937; Retratos contemporáneos, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1941; Lo cursi y otros ensayos, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1943; Trampantojos, Buenos Aires, Orientación Cultural de Editores,
1947; El hombre perdido, Buenos Aires, Editorial Poseidón, 1947 (contiene
pról. a las Novelas de la
Nebulosa); Automoribundia (1888-1948), Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1948; Explicación de Buenos Aires, Madrid, Escritores Españoles Contemporáneos,
1948; Antología. Cincuenta
años de literatura, selecc.
y pról. de G. de Torre, Buenos Aires, Losada (etc.), [1955]; Nostalgias de Madrid, Madrid, Ediciones y Publicaciones Gráficas
C.J.O., 1956 (col. El Grifón de Plata); “El
hombre de alambre. Novela
inédita”, (¿1956?), ed. de H. Charpentier Saitz, en Boletín de la Fundación Federico García Lorca, n.º 5 (1989), págs. 21-50 [en I. Zlotescu
(dir.), Ramón Gómez de la
Serna, Obras completas, t.
XIV. Novelismo, VI. Escritos
autobiográficos. II: Escritos del desconsuelo (1947-1961), pról. de I. Zlotescu, Barcelona, Círculo de
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Ioana Zlotescu